Tras años de silencio ante la creciente incertidumbre, en este año, vuelvo a retomar la actividad en este blog con uno de los temas que más parecen molestar a los colectivos modernos: el tabú del suicidio y la depresión y los problemas asociados a su desarrollo.
Vivimos en una sociedad frenética, de la inmediatez, en la que aspiramos a tenerlo todo al instante y en el que no somos capaces de concedernos un tiempo para pensar en lo que hacemos. Este tipo de pensamientos incitados en el seno de una sociedad capitalista influyen en el desarrollo de una serie de problemáticas de alto personal, que se suelen definir como trastornos o enfermedades, pero que, a nuestro parecer, van mucho más allá de ello. Algunas de las más conocidas son la ansiedad o la depresión. De entre todas ellas, esta última es la que se encuentra más vinculada estrechamente con la cuestión del suicidio. El dolor acaecido se acrecienta hasta niveles inhumanos, provocando en el sujeto una idea de no retorno, que incide en la aparición de pensamientos autolesivos.
Ante tales circunstancias, solamente se vislumbra el suicidio como válvula de escape ante la insuficiencia humana que le impide soportar y convivir con ese dolor interno. De igual forma, hemos de destacar que se trata del gran mal invisible de nuestra sociedad, pues no resulta apreciable a simple vista, como si de una fractura o una luxación se tratara. La depresión, se concibe, así pues, como una tara, en la que la persona implicada ha de acabar en un estado de desequilibrio mental, o, simplemente, se banaliza, creyendo falsamente en la idea de que se trata de un mero episodio de tristeza.
Resulta bastante común, encontrar aquellas personas que tratan de solidarse con esta causa y exponer su capacidad de empatía ante tal revés. No obstante, ningún ser que no haya pasado por un episodio de este calibre ha de considerarse salvador de almas perdidas, pues solamente alguien que lo ha vivido puede proporcionar una descripción vívida del infierno que ha atravesado. También resulta frecuente encontrar la alusión frecuente a la recurrencia depresiva tras el fin de semana, como reflejo de la incomodidad humana de afrontar otra dura semana de trabajo. En este espectro, convendría que se dejara de adoptar esta postura, si de verdad se quiere tener algo de empatía con estas personas. A este respecto y simplificando en demasía la situación, algunos expertos personifican a la depresión como si se tratase de un pozo sin fondo, concretamente, del pozo de la desesperanza. Quizá constituya una de las definiciones más aproximadas a la cuestión, pero, nuevamente, no deja de ser una apreciación personal, en la que cada uno experimenta unas sensaciones concretas.
Otros expertos inciden en la poderosa influencia de la genética familiar en el desarrollo de estos males, pero mucho de ello tiene que ver con las condiciones de incertidumbre en que se vive en la sociedad actual. Uno de estos aspectos reside en la baja tolerancia a la frustración desarrollada por la jóvenes generaciones, que ven en cada piedra, un obstáculo insalvable a sus necesidades. De igual modo, las sociedades se han vuelto mucho más competitivas y se ha abierto la puerta al reconocimiento de los males individuales, incluidos los del alma. No obstante, aún queda mucho camino por recorrer en aras de revertir los nocivos efectos que hemos traído con ello.
Llegados a este punto, una vez que este proceso implica una gravedad severa, aparece la cuestión verdaderamente tabú y temida por muchos: la incidencia del suicidio en los casos de depresión. Tal y como acabamos de mencionar, esta tasa se relaciona con el grado de dolor e insatisfacción que experimenta la persona en cuestión. Es posible que, en los casos más leves, los intentos autolesivos no tengan lugar, pero este hecho es completamente descartable cuando hablamos de una intensidad acrecentada en el sujeto. No crean que por no tener antecedentes se han librar de tal mal, pues cualquier persona que atraviese una etapa especialmente dolorosa puede ser objeto de tal fin y, por tanto, no es un asunto que deba tratarse en broma.
En los últimos tiempos, a consecuencia de la deficiente gestión de la sanidad pública en materia de salud mental, es de apreciar que la tasa de suicidio entre los más jóvenes se ha disparado y comienza a reflejar un tono alarmante, que, si bien aún dista del recogido en los países nórdicos, deja mucho que desear en relación a la supuesta calidad de vida que se achaca a nuestro país. Los jóvenes se enfrentan a un periodo de incertidumbre total en el que su salud es más vulnerable que nunca, y en el que, a pesar de la modernidad y la tecnología, no se da respuesta a los problemas que les implican.
Aunque la raíz depresiva del suicidio tiene una mayor incidencia en el contexto femenino, el resultado final resulta de mayor perjuicio al espectro masculino. En este sentido, son más las mujeres que padecen depresión, pero más hombres los que deciden poner fin a sus días por sus propios medios. En el caso de ellas, estas deciden recurrir a ayuda profesional privada y si bien, por desgracia, no en todos los casos salen adelante, al menos se plantean recurrir a alguien que les ayude. En el caso de los hombres, por desgracia, este no es el caso, ante el estigma social que se vive. En consecuencia, todo aquel que decida admitir el problema que le corroe las entrañas es tildado de blandengue o nenaza, puesto que impera el categórico estereotipo del hombre como ser duro e implacable, capaz de actuar siempre razonadamente y para el que no han de existir los sentimientos. Este hecho no hace sino potenciar el problema, aunque parece que se comienza a atisbar algo de esperanza en lo que respecta a la ruptura con los antiguos planteamientos.
Nos queda un largo trecho en el camino a la sanación de una sociedad futura tildada de enferma si queremos conseguir que esta prospere y viva de forma digna. Sin embargo, para que esto se produzca, no sólo se ha de invertir en lo necesario, sino cambiar el chip de una vez por todas y romper el estigma existente, aceptando que la depresión y el suicidio son dos de los grandes males psicológicos de nuestro tiempo. El que no se vean, no significa que no existan. Para tal visibilidad, convendría, en consecuencia, una estrecha colaboración ciudadana, destinada a minimizar los riesgos de estos episodios para el pertinente desarrollo psicológico integral de la persona.